El nombre de dominio y la insuficiencia de las doctrinas actuales en materia distintiva
El nombre de dominio constituye hoy día uno de los últimos y más polémicos sistemas de identificación que el ser humano haya utilizado a lo largo de la historia para identificar sus iniciativas. Un nuevo signo distintivo para un nuevo ámbito de desarrollo del ser humano, todavía en fase embrionaria, que ante la dificultad de aplicar los esquemas tradicionales, nos hace ver cómo todavía no se ha elaborado, desde la perspectiva estrictamente jurídica, una doctrina que aglutine los diferentes elementos de identificación con trascendencia jurídica que utiliza el ser humano y dé adecuada respuesta a las incertidumbres planteadas en los albores de la nueva sociedad en red que se avecina.
I. La identificación de las iniciativas humanas y su carácter dinámico
La necesidad de distinguir e individualizar los diferentes individuos que forman una comunidad es tan antigua como el propio hombre[2]. Elementos de identificación, tanto colectivos como individuales, han estado presentes a lo largo de toda la historia, y además de una forma dinámica. Este dinamismo, por lo demás, es predicable igualmente de cada uno de los elementos identificadores que se consideren, tanto desde una perspectiva genérica como específica. De un lado, el régimen concreto de cada institución en materia distintiva ha variado enormemente en un proceso de evolución inacabada (véase el caso del nombre de la persona física). De otro, muchos signos distintivos particulares, que nacen con una determinada función dentro de una categoría, a menudo sobrepasan el ámbito en que despliegan su eficacia para, desvirtuando o no su naturaleza, ampliar o modificar su significación e incluso cambiar de categoría o institución distintiva. Algunos elementos de individualización, cuando empiezan a ser compartidos por un número considerable de personas, se convierten en “atractores” de identidades compartidas, como pretenderán muchas marcas comerciales con las técnicas de captación y conservación de clientes.
Debido a estas circunstancias, un análisis tipo foto fija de estos elementos constituye una tarea a menudo destinada al fracaso, siendo necesario introducir criterios dinámicos a la hora de abordar su estudio, sin ceñirse a los límites estrechos marcados por el Derecho positivo de un determinado momento.
En el devenir histórico, el hombre ha utilizado una gran diversidad de elementos que satisfacen las necesidades y deseos aludidos que, básicamente, consisten en distinguir cosas e individuos, individualizarlos al ponerlos en relación unívoca con unos determinados signos, así como el establecimiento o fijación de identidades compartidas. Teniendo en cuenta que todas estas funciones se pueden dar, en mayor o menor medida, en todos los signos distintivos, entre los primeros podrían mencionarse las marcas, entre los segundos los nombres y denominaciones sociales y, finalmente, elementos como denominaciones geográficas o las banderas, podrían entrar en este tercer grupo.
Dentro de la categoría genérica analizada, pueden establecerse clasificaciones atendiendo a diversos criterios. Uno de ellos puede ser el del ámbito de aplicación del signo distintivo o, dicho de otro modo, el espacio que pretende en cierto modo definir. Desde esta perspectiva pueden diferenciarse los signos que están claramente dirigidos al mercado (marcas, nombres comerciales y rótulos de establecimiento, fundamentalmente), otros que se encuentran totalmente alejados, en principio, del mercado y, finalmente, algunos que, conforme al criterio definido, pueden tener una trascendencia económica e incluso una clara incidencia en el mercado, pero de los que no puede predicarse que sean signos distintivos empresariales; en este tercer grupo podrían encontrarse los nombres y apellidos de personas físicas, muy alejados de la concepción de mercado utilizada aquí, la razones sociales de las personas jurídicas, o las denominaciones de origen que, aunque dirigidas indudablemente al mercado, obedecen a unos fines que, en cierto modo, superan el mero tráfico mercantil. De todas formas, el concepto de mercado precisa de un proceso de reelaboración, pues como comenta Santiago Muñoz Machado, “la tecnología ha dejado obsoleta la definición tradicional de mercado.”
En el “mundo real”, son considerables los medios que con finalidades análogas se emplean, y están regulados por normas jurídicas: las personas físicas tienen los nombres y apellidos (cuando no los apodos o sobrenombres, nombres artísticos e incluso los títulos nobiliarios); las personas jurídicas tienen las razones sociales; el mundo comercial y empresarial tienen los signos distintivos del tráfico mercantil (marcas, nombres comerciales y rótulos de establecimiento), protegidos en España desde la óptica de la legislación sobre propiedad industrial y competencia desleal fundamentalmente; la Administración impone contar con un nº de Documento Nacional de Identidad, así como otro código de identificación fiscal para las relaciones con la Hacienda Pública, o la matrícula que individualiza los vehículos a motor[3]; las rivalidades entre zonas productoras y los derechos de los consumidores determinan la necesidad de hacer buen uso de las denominaciones de origen; símbolos identificativos como la bandera o los anillos olímpicos gozan igualmente de protección[4] y; en el plano internacional, hasta hace bien poco, los Estados, únicos sujetos de ese orden jurídico, eran los únicos de los que podría predicarse la existencia de un “derecho al nombre”[5].
En el caso objeto de estudio, el nombre de dominio ha trascendido del ámbito puramente técnico con el que fue creado, para integrar una de las categorías utilizadas por los seres humanos en la identificación de sus actividades e iniciativas[6].
Finalmente, es de destacar que todas estas figuras e instituciones se encuentran afectadas por un doble dinamismo: de un lado, la categoría o institución jurídica a considerar en cada caso ha ido evolucionando y presenta, según los distintos momentos históricos, diferentes configuraciones, prevaleciendo, según las épocas, algunos aspectos sobre otros; de otro lado, un signo distintivo concreto, que surge en una categoría determinada, en ocasiones trasciende esas funciones originarias para desarrollar las identidades que su capacidad semántica posibilita, tal y como sucede con algunas marcas, para cual tomaremos, a modo de ejemplo, lo acontecido en España con el Toro de Osborne. Ello hace, ciertamente, que podamos plantearnos la existencia, en abstracto, de una categoría u orden jurídico que aglutine las anteriores y que dé una adecuada respuesta a este dinamismo que afecta a elementos distintivos concretos. Acaso resulte necesaria, así, la formulación de una teoría general de los signos distintivos o, por qué no, de la propia distintividad o identidad diferenciadora, ante la insuficiencia de las actuales estructuras doctrinales en la materia.
II. La evolución funcional de un signo concreto: El toro de Osborne
Sobre la marca y sus funciones no nos extenderemos demasiado, dada la abundante bibliografía existente al respecto, encabezada, fundamentalmente, por Fernández Novoa que se ha ocupado extensamente de la materia[7].
Nos ocuparemos a continuación brevemente de la segunda faceta del carácter dinámico al que hemos aludido anteriormente. De esta forma, los elementos de una marca, que en un principio cumplen una función meramente identificadora de productos y servicios atribuyéndoles un determinado origen empresarial, se encuentran en condiciones de evocar identidades compartidas, para ser incorporados a nuestra personalidad que puede verse integrada, en parte, por los elementos evocadores del signo distintivo.
Un ejemplo de este proceso podría ser en España lo sucedido con el “Toro de OSBORNE”, visible desde casi todas las carreteras de esta piel de astado: Un signo marcario concreto de una conocida empresa de bebidas alcohólicas que se ha convertido en todo un símbolo nacional. Hasta tal punto que, prohibiéndose en las vías interurbanas el establecimiento de carteles publicitarios, el clásico y popular Toro de OSBORNE, al trascender de ese ámbito comercial para el que fue creado, se salvó de la quema y de momento puede ser admirado por estos caminos batuecos.
El toro de OSBORNE consiste en la silueta de un toro que nació fruto del encargo por parte de las Bodegas Osborne a la agencia AZOR para que efectuase un estudio de un símbolo representativo de su brandy “Veterano”. El dibujo fue finalmente creado por Manuel Prieto, muy conocido por sus trabajos de grabados en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, colocándose finalmente como valla publicitaria que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, se generalizó por todas las carreteras de España.
Durante todo este tiempo, el Toro ha despertado muchas pasiones y rara es la carretera que no cuenta con uno o varios ejemplares. A la vez, la figura que constituía una marca comercial fue aglutinando identidades compartidas que, finalmente, hicieron trascender a este particular signo distintivo de sus orígenes de marca. Ello se puso de manifiesto con ocasión de la prohibición de efectuar publicidad en vías interurbanas que se impuso posteriormente en España.
En ejecución de la Ley 25/1988, de Carreteras y Caminos, de 30 de Julio, el artículo 88 del Reglamento General de Carreteras, aprobado mediante el Real Decreto 1812/1994, de 2 de septiembre, prohibía realizar publicidad, fuera de los tramos urbanos, en cualquier lugar visible desde la carretera. La contravención de esta norma constituye una infracción sujeta a la sanción correspondiente. La Administración había iniciado diversos expedientes sancionadores, de los cuales tan sólo uno llegó a concluir con la imposición de una multa, de 1.000.001 ptas. en 1994. Tal decisión fue recurrida y la Secretaría General Técnica del MOPTMA decidió remitir la decisión a la jurisdicción contencioso-administrativa y, finalmente, el Tribunal Supremo falló a favor de la conservación del toro.
Desde que surgió la posibilidad de dejar de ver el Toro en nuestros viajes por carretera, el tema suscitó un gran debate en la sociedad española. El Congreso de los Diputados aprobó el 15 de Noviembre de 1994 una proposición no de Ley pactada entre el Partido Popular y el PSOE que significó en la práctica la decisión de reconocer al TORO DE OSBORNE como patrimonio cultural y artístico de los pueblos de España, integrado en el paisaje, recomendando a las Administraciones Públicas que garanticen su permanencia en las carreteras españolas, en el marco de la Legislación de Conservación del Patrimonio Cultural y Artístico de los pueblos de España.
La repercusión en los medios de comunicación del debate que se abrió para “indultar” al Toro fue realmente espectacular: cadenas de televisión, programas de radio, prensa diaria, revistas semanales, tanto en España como en el extranjero se ocuparon extensamente de la cuestión.
Por otro lado, los toros de OSBORNE situados en Andalucía fueron inscritos en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz, con la categoría de monumento. La Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía dio así por concluido el expediente que se había incoado en Octubre de 1994. La correspondiente orden fue publicada en el Boletín Oficial de la Junta de Andalucía (BOJA) del 13 de Febrero de l997.
Pero interesa ahora destacar la Sentencia del Tribunal Supremo de fecha 17 de diciembre de 1.997, y el comentario que efectúa sobre la evolución y trascendencia del indicado signo distintivo:
“El punto álgido, sobre el que se ha centrado el debate, es si la estructura metálica, que configura la silueta de un toro de color negro, erguido y estático, que se observa desde la carretera, constituye o no publicidad y, por tanto, si es o no correcta la sanción que se ha impuesto a la entidad recurrente, conforme a la normativa citada.
Objetivamente considerada, es evidente que la figura no transmite ya ningún mensaje directo al observador. No hay leyenda, ni gráfico que indique la identidad de un producto o servicio, pues la expresa referencia que con anterioridad hacía a un determinado tipo de brandy se ha hecho desaparecer. En estos momentos, para la generalidad de los ciudadanos que la contemplan, aún habiendo conocido su primitivo significado, ha dejado de ser el emblema de una marca, para convertirse en algo decorativo, integrado en el paisaje. Aunque en forma indirecta pueda recordar a algunos el símbolo de una marca comercial, el primer impacto visual que en la mayoría produce es el de una atrayente silueta, superpuesta al entorno, que más que incidir al consumo, recrea la vista, rememora “la fiesta”, destaca la belleza del fuerte animal.
Su plasticidad es tal que ilustra revistas, ha sido objeto de comentarios elogiosos de destacadas personalidades relacionadas con el mundo del arte y la cultura; algún Ayuntamiento (Valmojado-Toledo) la considera como bien de interés local e integrada en el paisaje; Comunidades Autónomas como la de Andalucía han incoado expediente para su inscripción en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz con categoría de monumento; Asociaciones culturales como “España Abierta” han solicitado su declaración como bien cultural; en determinados lugares “el toro” ha empezado a dar nombre a ciertos accidentes geográficos en que está instalado. Por si esto fuera poco el 15 de noviembre de 1994 se aprobó por unanimidad en la Comisión de Infraestructura y Medio Ambiente del Congreso de los Diputados una Proposición no de ley por la que se insta al Gobierno y recomienda a las demás administraciones públicas que, en el marco de sus respectivas competencias y de la legislación de conservación del patrimonio cultural y artístico de los pueblos de España, promuevan medidas que garanticen la permanencia del toro en las carreteras españolas.
Todo esto da idea de que la silueta del toro ha superado su inicial sentido publicitario y se ha integrado en el paisaje, como un elemento de ambientación ajeno al mensaje propagandístico de una marca. Cumple desde esta perspectiva, la finalidad decorativa que ha llevado a la propia Administración a colocar, en los márgenes de determinadas carreteras -en los autos hay pruebas suficientes al respecto-, estructuras esculturales, algunas de ellas curiosamente representativas de animales, que no perturban la concentración del conductor que circula por la carretera.”
Ahora bien, el Tribunal no desconoce la capacidad distintiva empresarial o comercial del toro para poder considerarla como publicidad, pero, en última instancia, el Juzgador entra a considerar el balanceamiento de intereses que corresponde a la función jurisdiccional, para concluir con la prevalencia del interés estético o cultural que la comunidad atribuye a la figura. En concreto, así se pronuncia el Alto Tribunal:
“Cualquiera que sea la teleología del precepto sancionador, bien evitar el deterioro del paisaje, bien impedir que se distraiga al automovilista, no se contraría con la figura del toro. Es verdad, y ello no pasa desapercibido para esta Sala, que la imagen entra en el concepto europeo de publicidad encubierta o subliminal, entendida como exhibición visual o verbal de la marca de un productor de mercancías o un prestador de servicios con propósito publicitario (Directiva 97/36/CE). Si así no fuera, no se explicarían los gastos de mantenimiento de la valla que se costean por la entidad recurrente, e incluso la interposición de éste recurso, en cuanto a impedir su demolición. Ahora bien, por encima de ese factor, en la pugna de dos intereses en juego, debe prevalecer, como causa que justifica su conservación, el interés estético o cultural, que la colectividad ha atribuido a la esfinge del toro, en consonancia con el artículo 3º del Código Civil, conforme al cual las normas se interpretarán según ‘la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de las mismas’.”[8]
Una marca concreta, por tanto, como signo distintivo dinámico que evoluciona a lo largo de su existencia, pasa por diferentes etapas en las que, indudablemente, desarrolla funciones, si no diferentes, si con diferente intensidad.
Está claro que el ámbito al que se encuentra referida la marca, así como otras categorías distintivas empresariales, es el mercado. Ese es el espacio que intentan definir estos signos y, conforme a las características de este espacio, el signo es estimable en dinero, como expresión de su transmisibilidad, pone de manifiesto una determinada vinculación, en este caso, con el origen empresarial de los productos y servicios que identifica.
Pero en ese proceso dinámico que puede afectar a todo signo distintivo concreto, y como sucedió con el toro de OSBORNE, éste puede también trascender su función originaria, de forma que llega a ser no sólo una marca o distintivo empresarial, para entrar de lleno en otra categoría distintiva, si bien, ésta pudiera ser de carácter atípico.
III. Las funciones del nombre de dominio
Para el correcto funcionamiento de Internet era necesario crear un sistema de identificación de las máquinas conectadas, con el fin de poder intercambiar información. Con las direcciones IP se satisfacía esa necesidad, puramente técnica, de escaso por no decir nulo valor económico o trascendencia legal. Pero, en su día, surgió el sistema de nombres de dominio con las finalidades de: (1) utilizar caracteres más fácilmente reconocibles por el ser humano y; (2) crear un sistema de direcciones estables con independencia de la ubicación física o dirección IP (susceptible de cambios técnicos), de forma que de paso se aseguraba la portabilidad del nombre de dominio, respondiendo así a la “virtualidad” propia de la red de redes.
La primera de las finalidades aludidas (consistir en caracteres más fácilmente reconocibles por el ser humano), confiere al nombre de dominio una dimensión semántica, que le hace susceptible de adquirir una significación propia y actuar, respondiendo a dicha dimensión, en la mente de las personas como un signo que representa algo de entidad, dentro de un proceso acelerado gracias también en parte a su utilidad práctica.
De ahí que el nombre de dominio pueda actuar, en una Internet que fuera una copia del mundo real, como cualquiera de las palabras[9] o signos que utilizamos en nuestra vida ordinaria, incluyendo obviamente cualquiera de las categorías distintivas objeto de comentario: nombre de persona física, razón social, rótulo de establecimiento, nombre de programa de televisión, marca, denominación de origen etc. Ello, sin duda alguna, constituye algo de valor económico desde el momento en que socialmente se acepta y reconoce esa capacidad semántica y su potencial distintivo[10]; en definitiva, todo ello da lugar a un nuevo recurso en materia identificativa fruto del desarrollo tecnológico.
IV. Internet un nuevo ámbito de desarrollo para el ser humano
A la vez, Internet, medio en que ha de desplegar su eficacia el nombre de dominio, constituye un nuevo ámbito de desarrollo del ser humano, un espacio de libertad, en el que la intervención de los poderes tradicionales se ve, o se veía en sus orígenes, alterado, lo cual da lugar a una incertidumbre institucional agravada por la obligada perspectiva global con que hay que enfrentarse al problema de su regulación.
Ese ámbito de desarrollo humano que es Internet altera también las identidades conocidas del mundo real, posibilitando la aparición de nuevas formas de identidad, tanto individual como colectiva, respondiendo, por lo demás, a la filosofía de la Sociedad de Red[11] y su estructura de malla con una organización caótica[12]. Diversos autores como Carlos Sánchez Almeida, José Luis Villar Palasí o Santiago Muñoz Machado[13] aluden en sus trabajos ya a este carácter caótico de la Red.
En todo caso, si en los anteriores signos distintivos el objeto o sujeto identificado se encuentra más o menos claro, lo cierto es que ello no puede decirse del nombre de dominio de forma tan contundente.
El nombre de dominio, por supuesto, ha de respetar las instituciones identificativas anteriores a Internet (no sólo las marcas), pero también ha de reflejar la diversidad identificativa propia de la Red de redes, así como los principios y valores que la hicieron posible y albergan todo su potencial.
A la hora aplicar estos signos distintivos del “mundo real” a Internet, no se puede establecer una relación concreta y unívoca, ni siquiera tomados aisladamente, con los nombres de dominio. La estrategia de identificación y comunicación en la Red, sobre todo para las empresas, no puede hacerse con las mismas premisas que en el mundo real que, en cuanto a los signos distintivos de trascendencia jurídica, da la impresión de encontrarse circunscrito al estrecho ámbito del mercado.
Signos como logotipos, que en el mundo real despliegan una feroz eficacia, quedan desvanecidos en Internet, como pone de manifiesto Alfons Cornella[14], quien llega a afirmar que “los logos juegan poco en la Red… y que en cambio el gran poder de reconocimiento está en los nombres.” Esta importancia de los nombres de dominio, prevaleciendo en la Red sobre otros signos distintivos, hace posible, según comenta Cornella, que se puedan hacer campañas publicitarias como la llevada a cabo por Jazztel con el portal ya.com, en la que el dominio se escribía con muchas tipografías diferentes; lo cual sería impensable en una estética de fijación de campañas tradicionales de marca.
V. Internet, el ámbito al que queda referido el nombre de dominio
Siendo Internet un nuevo ámbito de desarrollo para este original signo distintivo, que además se encuentra todavía en proceso de definición, el nombre de dominio nace con unas características propias, alejadas del mundo real, reflejando la propia filosofía a la que obedece su ámbito de actuación, el espacio que define. Intentar reconducir, por tanto, el nombre de dominio a las categorías actuales resulta simplemente imposible y, de intentarse, sería un equivocada actuación, dado que estaría limitando artificialmente las posibilidades que tiene Internet.
La potencialidad del sistema de nombres de dominio como sistema de identificación, en cierto modo, refleja el espíritu del espacio que identifica, y no se debe omitir ese espíritu en las regulaciones y análisis que se hagan. En el desarrollo de esa actividad se ha de ser respetuoso con los principios y valores que hicieron posible Internet; de otro modo, estaremos minando gravemente las posibilidades de que el ser humano empiece realmente a beneficiarse de este gran avance tecnológico.
Manuel Batllé resaltaba esta importancia de la denominación, al decir que “el estudio jurídico del nombre tiene un gran interés por las continuas observaciones de psicología social que se hacen, ya que el sistema de denominación refleja el espíritu de un pueblo. No en vano, “nuestro gran jurisconsulto D. Joaquín Costa considera tanto el sistema de denominación como un trasunto y reflejo de la organización social, que lo toma como base para sus inducciones respecto a la organización y estado de la familia celtibérica.”[15]
En cuanto al nuevo medio que supone Internet, recordemos ahora lo que hace tiempo se decía sobre otra disciplina que si se considerara “solamente como una simple actividad humana, su consecuencia inmediata es una auténtica revolución y alteración de los conceptos del espacio distancia y tiempo, que han llevado consigo la formación de una nueva conciencia con la consiguiente repercusión en las ideas del hombre”. La consideración de esta actividad humana como fenómeno jurídico “se refleja principalmente en los campos comercial e internacional y supone, además, un poderoso impacto en el derecho en general y en la política internacional de los distintos países”.[16]
Cualquiera diría que esta cita cuenta con menos de 10 años y que la actividad humana de referencia es la configurada por la red de redes; pero, como se observa, ésta no es sino una de las innumerables veces en que la humanidad se ha tenido que enfrentar a nuevas situaciones derivadas de los avances producidos por el progreso técnico y social.
El desarrollo técnico de la aeronáutica dio lugar a la creación de un espacio de desenvolvimiento humano, con unas características propias, en cuanto a extraterritorialidad (en el sentido que venía entendiéndose la territorialidad), y la necesidad de abordar el problema de su regulación desde una perspectiva global. Con Internet, a todo ello, habría que sumar entre otras muchas cosas la tremenda proximidad al ciudadano que presenta, además del carácter, más que global, no territorial de las cuestiones que se plantean.
El concepto de territorialidad, en Internet, no es que se interprete de otra forma, es que simplemente se desvanece, de ahí considerar Internet como un espacio “desterritorializado”.
Por otro lado, las consideraciones jurídicas de la aeronáutica afectaban de forma esencial a muy pocas personas (los Estados nacionales y grandes líneas aéreas) en las que el ciudadano pasaba simplemente a tener la mera consideración de consumidor. En Internet no sucede eso, al menos en sus orígenes y primeros desarrollos. La Red de redes posibilita el acceso a mayores cuotas de poder de ciudadanos que nunca lo han tenido, aunque parezca extraño. El poder, obviamente, se encuentra amenazado por ello e intenta, como es ostensible, que los particulares adquieran tan sólo la consideración de consumidores dóciles o indóciles, mejor que una presencia activa en los procesos de definición de los recursos que se crean con el desarrollo tecnológico, desconociendo así que sin diversidad ni confrontación el progreso es sencillamente impensable.
Pero no es esto algo nuevo, las técnicas de comunicación a través del espacio electromagnético constituyen un ejemplo de creación de nuevos recursos o formas de valor a consecuencia del desarrollo tecnológico, según es destacado por Milton Mueller[17], que requieren el establecimiento de sistemas de apropiación propios dando lugar al cambio institucional. Desde otra perspectiva, Manuel Castells también incide en esta cuestión[18], al decir, al principio de las conclusiones del segundo volumen de su obra, que “en los albores de la era informacional, una crisis de legitimidad está vaciando de significado y función a las instituciones de la era industrial.”
El hombre ha tenido que enfrentarse desde casi siempre con nuevos ámbitos de actuación y desarrollo que reclaman el establecimiento de una regulación; si bien, los cambios que provoque Internet quizás sean realmente excepcionales, aunque tardemos muchos años en disfrutar plenamente de ello. Por otro lado, ni el desarrollo de las técnicas de navegación en el mar, ni el descubrimiento del espacio aéreo o la utilización del espectro electromagnético introducen grandes novedades en materia de identificación, al menos no alcanzan ni de lejos a la envergadura de Internet[19] y los nombres de dominio.
Los problemas de identificación han acompañado siempre al hombre. Uno de los libros más antiguos que se conocen, y que forma pieza clave de la cultura y tradición judeocristiana, la Biblia, se ocupa desde sus primeras palabras de materias identificativas. Así, podemos leer (Génesis 1:5) que tras crear la luz y las tinieblas, Dios decidió ponerles nombre y, en ese momento, es cuando surgen la mañana y la noche del primer día.
Un poco más adelante en el Texto Sagrado (Génesis 2:19), el hombre se hace depositario de una facultad cuasidivina, cual es la de nombrar los animales, pues allí se indica que Dios creó a los animales y los trajo al hombre para ver cómo los llamaría, porque cada ser viviente debía tener el nombre que le pusiera el hombre.
Por lo demás, Dios es el único en la Biblia que no tiene nombre. Entre otras cosas, acaso porque al ser único, de acuerdo con la tradición judeocristiana, no necesita nombre para distinguirse de otros y ser individualizado.
Sin remontarnos tanto en la Historia, ya comentaba Batllé que la primera necesidad de individualizar (no cosas, que probablemente sería lo primero, sino sujetos) estaría referida a los individuos aislados que forman la comunidad. A medida que las estructuras sociales de ésta aumentan en número de elementos y complejidad, la necesidad de identificación se extiende a estos elementos que aglutinan en torno a sí un determinado conjunto de relaciones e intereses formando parte en cierto modo del entramado institucional. El Derecho, en este apartado, se ocupa fundamentalmente de los medios identificativos que giran en torno a sujetos o determinados bienes de éstos dignos de protección.
A lo largo de la Historia, el hombre ha utilizado numerosas categorías distintivas de trascendencia jurídica que han estado inmersas en una constante evolución. Pero de todos los grupos normativos que surgirían al analizar los anteriores elementos, no se extrae a priori un derecho de signos distintivos e identificadores.
En este contexto, los nombres de dominio surgen como el elemento identificador que, en un momento dado, puede hacer las veces, en Internet, de nombre, apellido, razón social, marca, nombre comercial, rótulo de establecimiento, denominación “oficial”, título de una obra intelectual o incluso denominación de origen. En definitiva, puede operar como cualquiera de las categorías distintivas anteriores a la aparición de Internet. Por ello, desde hace algún tiempo, vengo a designar al nombre de dominio como el principal elemento indentificador de las distintas iniciativas que surgen en Internet; en un intento de aglutinar con la expresión “iniciativas” la variada casuística que puede residenciarse en una sede Web bajo un determinado dominio.
Los signos distintivos tradicionales tratados han tenido siempre -con algunas salvedades- un ámbito de aplicación más o menos claro. Ello equivale, en cierto modo, a decir que no había dudas sobre el espacio que define, ni sobre los sujetos o identidades que, de algún modo, ostentan el derecho al nombre. En Internet, por el contrario, no se encuentra claro ni el ámbito de aplicación, ni los sujetos o identidades que ostentan el derecho y que, consecuentemente, han de verse reflejados en el nombre de dominio.
El espacio que intenta definir el nombre de domino es impreciso dado que, como hemos dicho, éste se encuentra todavía en proceso de definición. La “sociedad de la información” se encuentra aún en fase embrionaria.
VI. Perspectiva global de los nombres de dominio
“El mundo, de repente, ha crecido, y con él y en él la vida. Por lo tanto, ésta se ha mundializado efectivamente; quiero decir que el contenido de la vida en el hombre de tipo medio es hoy todo el planeta; que cada individuo vive habitualmente todo el mundo. Hace poco más de un año, los sevillanos seguían hora por hora, en sus periódicos populares, lo que estaba pasando a unos hombres junto al Polo, es decir, que sobre el fondo ardiente de la campiña bética pasaban témpanos a la deriva. Cada trozo de tierra no está ya recluido en su lugar geométrico, sino que para muchos efectos visuales actúa en los demás sitios del planeta. Según el principio físico de que las cosas están allí donde actúan, reconoceremos hoy a cualquier punto del globo la más efectiva ubicuidad. Esta proximidad de lo lejano, esta presencia de la ausente, ha aumentado en proporción fabulosa el horizonte de cada vida.”
Esta cita, cuyo texto subrayado parece extraído de alguna de las publicaciones digitales actualmente al uso -si bien con un tono algo clásico para la altura de los tiempos actuales-, data de 1.937 y forma parte del libro “la rebelión de las masas”, del inmortal Ortega y Gasset.
No es, por tanto, la mundialización –ahora conocida como globalización- un término que se haya acuñado en fechas recientes, ni su concepto algo nuevo surgido con ocasión de Internet. Si bien ésta, a diferencia de otros fenómenos, nació prácticamente desde su inicio con una perspectiva global.
Aunque más que global habría que decir abierta y no cerrada, dado que en el momento que haya estaciones espaciales permanentes estables, allí estará también Internet. La red de redes introduce la necesidad de abordar su estudio, más que desde una perspectiva global o internacional, desde consideraciones no territoriales; constituye un espacio “desterritorializado”, en el que se diluyen, más que aglutinar, las categorías territoriales tradicionales.
De todas formas, tampoco Internet tiene en exclusiva su originaria perspectiva global. En otros ámbitos, también conflictivos y desarrollados originariamente desde instituciones militares, de investigación y descubrimiento, como son el mar y el aire, cuando se abordó de una manera seria su organización, la perspectiva global venía impuesta por la técnica y todos los intereses en juego.
Desde el momento en que una comunidad se agranda y, de una forma u otra, absorbe, se une o es engullida por otra, en algunos aspectos y sentidos, comienza a dirigirse por caminos cercanos hacia objetivos más o menos comunes. Entonces, la comunidad ha de enfrentarse con su transformación y proceso de cambios en costumbres, usos sociales, procedimientos de resolución de conflictos y, consecuentemente con lo anterior, también en su sistema jurídico.
Esta circunstancia acompaña al hombre desde que es tal. Ahora bien, la necesidad de abordar algunos de estos problemas con carácter global o universal es algo más moderno. El origen del proceso de globalización, por remontarnos en la historia y en el caso de que en efecto tenga uno y no sea el propio nacimiento del hombre, podemos situarlo con el descubrimiento de América y, consecuentemente, la asunción plena de que la Tierra es redonda. Desde ese momento, han existido numerosos intentos de homogeneización global en mayores o menores ámbitos, en un proceso en que Internet, si bien pueda resultar paradigmático, no es más que el último de los estadios conocidos.
Pero la globalización no incluye únicamente tendencias de homogeneización. Últimamente ha posibilitado, quizás de una forma paradójica, pero como no podía ser de otra forma, un resurgimiento de los movimientos regionalistas o incluso movimientos más o menos minoritarios pero dispersos por el mundo. Internet y el proceso de globalización posibilita que personas con intereses minoritarios en su ámbito territorial ordinario puedan ponerse en comunicación con personas que comparten esos mismos intereses, pero situadas lejos de ellos. De esta forma, movimientos que pudieran tener escasa y dispersa presencia, gracias a la globalización, pueden aglutinar voluntades y esfuerzos para hacer más efectiva su actividad y difundir más eficazmente su discurso.
Ello genera la creación de auténticas comunidades virtuales, muy separadas físicamente, y por tanto de identidades compartidas que prescinden por completo o en gran medida de las identidades territoriales ordinarias. Esa generación de identidades no territoriales se encuentra en proceso de formación y en el próximos años empezarán a desarrollarse.
VII. La necesidad de una teoría general que comprenda los elementos de identificación de trascendencia jurídica que utiliza el ser humano
El carácter dinámico de los fenómenos distintivos, que en cierto modo pone de manifiesto la ausencia de una categoría que les confiera mayor coherencia, lleva al profesor Enrique Bardales incluso a aventurar la incorrección de la categoría jurídica de signo distintivo, llegando a afirmar que éstos no existen como tales. Para ello, considera que ha de hablarse de la propia distintividad como un hecho de trascendencia jurídica, que lo convierte en el verdadero objeto de Derecho cuando se analizan los mal, en su opinión, llamados signos distintivos.
Sin faltarle razón al indicado autor, personalmente estimo que, por el momento, no resulta conveniente abandonar la categoría de signo distintivo que, en todo caso, estaría formado por las categorías de elementos susceptibles de contar con una distintividad adherida.
Ahora bien, debemos coincidir con Bardales en que lo verdaderamente importante no es en sí el signo o elemento concreto, que como veremos está afectado por una gran mutabilidad. Lo que está detrás del signo es lo importante. Para el comentado autor, es la distintividad. En mi opinión, detrás del signo se sitúa la propia identidad, reflejada en el signo; y es ésta la que, desde diferentes perspectivas, constituye el objeto del Derecho o el bien protegido por las regulaciones que se ocupan de materias distintivas.
Los signos distintivos tradicionales tratados en líneas precedentes han tenido siempre -con las salvedades expuestas- un ámbito de aplicación más o menos claro. Ello equivale, en cierto modo, a decir que no había dudas sobre el espacio que define, ni sobre los sujetos o identidades que, de algún modo, ostentan el derecho al nombre. En Internet, por el contrario, no se encuentra claro ni el ámbito de aplicación, ni los sujetos o identidades que ostentan el derecho y que, consecuentemente, han de verse reflejados en el nombre de dominio.
El espacio que intenta definir el nombre de domino es impreciso dado que, como hemos dicho, éste se encuentra todavía en proceso de definición. La “sociedad de la información” se encuentra aún en fase embrionaria.
Por otro lado, y a diferencia de la correspondencia que existe entre nombre y persona física, marca y producto o servicio, o razón social y persona jurídica, Internet no ofrece de momento un término claro para situarse en el binomio al lado del nombre de dominio. Por ello, en el presente trabajo, se ha decido denominar al elemento identificado con el nombre de dominio como ”iniciativa” en Internet.
En el desarrollo de esta actividad de integración, además de considerarse las categorías identificativas de trascendencia jurídica que actualmente utilizan los seres humanos, han de respetarse también los valores y principios que hicieron posible Internet. De otra forma, estaremos cortando las alas a una nave que, iniciando tímidamente su vuelo, apenas si se ha separado del suelo unos pocos centímetros.
El Consejo de Estado Francés, en esta línea, manifestaba lo siguiente: “Ya que ésta es la apuesta: actuar de tal manera que el mundo que está naciendo bajo nuestros ojos, portador de enriquecimiento, de crecimiento y de intercambios entre los pueblos acompañe el dinamismo de las empresas pero en el respeto de la persona humana. A la globalización económica deben corresponder las elecciones políticas y éticas, al tiempo que ilustran el tipo de sociedad, las relaciones entre actores y finalmente la escala de valores que deseamos que se adopte en el mundo virtual. No se trata de militar por un enfoque “romántico” de Internet en torno a un idealismo humanista europeo, sino probar, una vez más, la capacidad de nuestro Viejo Mundo para imaginar el de mañana, teniendo en cuenta su diversidad cultural y su apego a la defensa de los derechos del hombre.”
VIII. Conclusión
Internet ha propiciado la creación de un nuevo ámbito conflictivo de desarrollo de la actividad humana, con el que surgen nuevas identidades y manifestaciones de lo público que han de tener el adecuado reflejo institucional. La propia Internet como espacio o lugar se encuentra en proceso de definición y, hasta el momento, los nombres de dominio se configuran como el principal signo identificador de las iniciativas que alberga, sobre todo en el entorno de la World Wide Web.
El nombre de dominio, como el último de los signos distintivos con trascendencia jurídica que ha conocido el ser humano pone de manifiesto la insuficiencia de las doctrinas actuales en materia distintiva y la necesidad de plantear una teoría general que integre éste con los diferentes elementos individualizadores y distintivos de trascendencia jurídica a que da lugar la actividad humana. Igualmente, deberán determinarse los sujetos o identidades que han de ostentar el derecho al nombre de dominio y su configuración detallada, en un marco respetuoso tanto con las instituciones identificativas anteriores a Internet, como con los valores y principios que la hicieron posible. Esa es la apasionante tarea que se abre ante nosotros.
Notas:
[1] Para un análisis mas exhaustivo de estas cuestiones consultar el libro El Derecho al Nombre de Dominio. [2] Esta necesidad de identificación era expresada por Manuel Batllé en 1.931 de esta forma: “La necesidad de la designación de los individuos es tan antigua como el hecho de hablar con diferentes personas, remontándose, por tanto, a los primeros tiempos de la Humanidad”. “El Derecho al Nombre”. Por Manuel Batllé Vázquez, 1931. Extenso artículo publicado en la Revista General de Legislación y Jurisprudencia, Tomo 159, de 1.931, páginas 257 y siguientes. [3] La matrícula de los automóviles constituye uno de los elementos de identificación que, al igual que los dominios, obedece en principio a una finalidad técnica alejada de identidades compartidas, pero que en ocasiones presentan una carga semántica considerable. Piénsese en casos como el de Cartagena (ciudad perteneciente a la Comunidad Autónoma de Murcia, España) donde es conocido que son apreciados los coches procedentes de la provincia de Cádiz, cuyas matrículas tienen las iniciales de CA, en mayor medida que los propios murcianos, cuya matrícula empieza por MU. Podemos recordar aquí, igualmente, la viva polémica desatada en España sobre el cambio del sistema de numeración de las matrículas en el año 2000, cuando numerosas autonomías reclamaban un reconocimiento en este peculiar signo distintivo. Finalmente, el Gobierno, atendiendo fundamentalmente a los intereses empresariales del sector, optó por un sistema de numeración que marginaba cualquier distintivo territorial al margen del estatal y de la Unión Europea. Autonomías como la catalana anunciaron una rebelión pacífica contra esta postura mediante la colocación de pegatinas en los coches oficiales con distintivos autonómicos. [4] La Ley 10/90, de 15 de octubre, del Deporte, dedica los artículos 48 y 49 al Comité Olímpico Español, estableciendo en uno de ellos la siguiente protección de los signos distintivos olímpicos, que se extiende no sólo al ámbito comercial: “1. La explotación o utilización, comercial o no comercial, del emblema de los cinco anillos entrelazados, las denominaciones «Juegos Olímpicos», «Olimpiadas» y «Comité Olímpico», y de cualquier otro signo o identificación que por similitud se preste a confusión con los mismos, queda reservada en exclusiva al Comité Olímpico Español. 2. Ninguna persona jurídica, pública o privada, puede utilizar dichos emblemas y denominaciones sin autorización expresa del Comité Olímpico Español.” [5] “El Derecho al Nombre”. Por Manuel Batllé Vázquez, 1931. Extenso artículo publicado en la Revista General de Legislación y Jurisprudencia, Tomo 159, de 1.931, páginas 257 y siguientes. [6] En este sentido, y desde la perspectiva propia de sus competencias, la OMPI (Organización Mundial de la Propiedad Intelectual) destaca en su informe final sobre los dominios, tras explicar sus finalidades originarias, que éstos “han adquirido mayor importancia en tanto que indicadores comerciales y, como tales, han provocado conflictos con el sistema de identificadores comerciales que existía antes de la llegada de Internet y que está protegido por derechos de propiedad intelectual.” E industrial, habría que añadir para el caso de España. [7] Me permito sugerir a los estudiosos el reciente libro de dicho autor, Carlos Fernández Novoa, titulado “Tratado sobre Derecho de Marcas”, Ed. Marcial Pons, 2001. [8] Enlaces sobre el Toro de OSBORNE:– Artículo de Antonio Burgos, 22 de diciembre de 1989 publicado en el diario ABC:
http://www.antonioburgos.com/antologia/toros/re122289.html
– “EL TORO DE OSBORNE: ¿VALLA PUBLICITARIA O BIEN DEL PATRIMONIO CULTURAL?” por Carmen Chinchilla Marín Jesús Prieto de Pedro
http://www.law.unican.es/administracion/ESTU/98003.htm
– La Sentencia del Tribunal Supremo de fecha 17 de diciembre de 1.997:
http://www.law.unican.es/administracion/juris/sts971217.htm
– El titular de las vallas tiene una serie de páginas explicando lo acontecido con la esfinge:
http://www.osborne.es/eltoro/eltoro.htm
[15] Poesía popular española y mitología y literatura celto-hispana. Madrid, 1888, páginas 224 y siguientes. Citado en el trabajo de Manuel Batllé.
[16] “Curso de Derecho aeronáutico”. Luis Tapia Salinas, Ed. Bosch, 1980. Pag. 3 [17] “Technology and institutional innovation: Internet domain names”. Artículo publicado en el “International Journal of Comunications Law and Policy”. Vol. 5, verano de 2.000 (www.ijclp.org). [18] “La era de la información: economía, sociedad y cultura”. Volumen 2, “El poder de la identidad”. En especial, la conclusión, “el cambio social en la sociedad de red”. Pág. 393. Manuel Castells, Alianza Editorial, 1998. [19] Ver en este sentido la interesante reflexión que realiza Eloy Portillo Juan Hartza: “Los sujetos ante el mundo digital”, publicado inicialmente en “Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura”, nº 23, noviembre de 1.995, que en la Red se puede obtener en: http://www.rediris.es/rediris/boletin/39/enfoque2.html